“Todos esos mundos son vuestros… excepto Europa. No intentéis aterrizar allí”. Este fue el mensaje que se radió a la Tierra desde un Júpiter convertido en Sol, al final de la novela 2010, Odisea Dos, de Arthur C. Clarke. Porque allí, en ese satélite, iba a aparecer vida. La continuación de la celebérrima 2001, una odisea espacial (que en realidad fue producto de la película del mismo nombre, que a su vez se basaba principalmente en el cuento corto El Vigilante) se publicó en 1982, lo que es una clara indicación de que desde entonces Europa ya era sospechoso de que podría ser un sitio perfecto para la vida. Con una temperatura superficial de –150º C en el ecuador y -223º en los polos, es un satélite que presenta un aspecto completamente congelado. Su tamaño es el 90% de la Luna, luego si la tuviéramos en nuestro cielo la veríamos prácticamente del mismo tamaño que nuestro satélite pero mucho más brillante debido a su superficie helada, que refleja 5,5 veces más cantidad de luz solar que la Luna. Las imágenes de las sondas espaciales nos han enseñado un mundo con una superficie cubierta por rayas oscuras de uno o dos kilómetros de anchura y miles de longitud; muchas son rectas pero otras son curvas o irregulares. Aunque le dan una apariencia agrietada, en realidad podemos asemejarlas a pinceladas hechas sobre una bola blanca de billar. También las hay claras, y en este caso son más pequeñas que las oscuras y mucho más uniformes. Estas fisuras parecen reflejar los efectos de procesos tectónicos a escala global, inducidos tanto desde el exterior (por las mareas gravitatorias provocadas por Júpiter) como por movimientos internos, en particular los relacionados con algún tipo de fuente de calor del interior del satélite. Quizá sean debidas al ascenso de hielo contaminado con otros materiales de la corteza que rompe la superficie y se desparrama por los flancos de la grieta. Además, la orientación que muestran esas grietas sobre la superficie podría explicarse si Europa no estuviera exactamente sincronizado en su rotación; es decir que el tiempo que tarda en dar una vuelta sobre sí mismo no es igual al que tarda en dar una revolución alrededor de Júpiter. También tenemos un misterio: un material de un color marrón rojizo que se puede ver a lo largo de las fracturas y otras zonas de la superficie, que los científicos no son capaces de identificar aunque aventuran que puede tratarse de sales y compuestos de azufre mezclados con el hielo. De hecho, en 2015 científicos de la NASA creen que el color amarillento de algunas zonas es debido a la presencia de sal común, cloruro de sodio. Sometido a las mismas condiciones ambientales de Europa, los investigadores han descubierto que la sal de mesa adquiere una tonalidad amarillenta similar a la que se observa allí. Analizados los datos de la Galileo y con las nuevas observaciones realizadas por el telescopio espacial Hubble se ha podido confirmar que esta sospecha tiene todos los visos de ser cierta. ¿De dónde viene esa sal? Esa es la verdadera cuestión, aunque para muchos es un indicio de que algo líquido y salado se oculta bajo la capa de hielo. También se observan regiones de terrenos más oscuros y rugosos: se especula que sean pequeños cráteres, de menos de 4 km de diámetro. De hecho, sobre la superficie de Europa sólo se han identificado tres cráteres grandes; de ellos Pwyll, con 26 km, es el más conocido. Esto indica dos cosas: o que la superficie de Europa es relativamente joven o que los cráteres no duran mucho sobre la corteza helada. Basados en el pequeño número de cráteres que se observan los científicos planetarios han calculado que la superficie de esta luna no pueden tener más de 90 millones de años de antigüedad (recordemos que la craterización en el Sistema Solar se produjo esencialmente durante los primeros 2.000 millones de años de su existencia). El paso de la sonda Galileo a finales del siglo pasado reveló la existencia de extraños pozos y estructuras con forma de cúpula en la capa de hielo, quizá debido a movimientos provocados por el calor proveniente del interior del satélite. De igual forma descubrió unas regiones que han bautizadas por los investigadores como “terrenos caóticos”, donde se agrupan bloques de hielos incrustados, girados y cubiertos de ese misterioso material rojizo. Los científicos especulan que esos bloques serían como inmensos icebergs moviéndose a una velocidad desesperadamente lenta. Pero lo verdaderamente interesante de Europa es lo que se oculta bajo una superficie helada que tiene un espesor de 10 a 100 kilómetros: un inmenso mar de agua salada de 60 a 150 km de profundidad. Esto quiere decir que el océano de este satélite, cuyo diámetro es la cuarta parte del de la Tierra, contiene dos veces más agua que la de todos los mares de nuestro planeta juntos. ¿Cómo hemos podido averiguar que existe ese océano bajo una capa de hielo de varios kilómetros de grosor? Gracias a una de las mediciones más importantes realizadas por la misión Galileo, que mostró un tipo especial de campo magnético dentro de Europa. Esto solo podía ser debido a la existencia de algún fluido conductor de electricidad debajo de la superficie. Y sabiendo que hay hielo en la superficie no es raro que se tenga una sospecha más que convincente de lo que puede haber debajo, agua salada. Esta hipótesis se ha visto confirmada por el descubrimiento de géiseres en su superficie, que se vieron por primera vez en 2015. Hasta la fecha se han encontrado siete en la superficie del satélite, capaces de enviar sus chorros a 200 km de altura. Aunque desconocemos su composición, todos apuestan a que en su mayor parte debe ser agua proveniente del océano oculto tras el hielo. Un apoyo observacional a esta idea lo tuvimos en noviembre de 2019, cuando desde los equipos del Observatorio Keck en Hawai se detectó por primera vez vapor de agua sobre la superficie de Europa. Lo curioso es que gracias a estos géiseres una sonda espacial podría recoger muestras de ese océano sin necesidad de aterrizar en el satélite. De hecho, la maniobra de recoger agua ejectada ya ha sido probada con éxito: la sonda Cassini lo hizo con la luna de Saturno Encélado, que también tiene un océano que se ‘proyecta’ hacia el espacio. Pero la pregunta del millón es si ese mar salado podría acoger algún tipo de vida. Como bien sabemos, tres son los prerrequisitos básicos para ello: agua líquida, elementos químicos apropiados y una fuente de energía. Los astrobiólogos están razonablemente convencidos de que se cumplen dos de los tres: el agua y la química básica. De lo que ya no están tan seguros es de que haya una fuente de energía bajo el gruesa capa de hielo. Al igual que en la Tierra, podrían existir volcanes subterráneos, fumarolas… en los que podrían prosperar formas de vida extremófilas. Si el océano de Europa existe, el calentamiento por las fuerzas de marea de Júpiter podría provocar actividad volcánica o hidrotermal en el fondo marino, proporcionando nutrientes que harían del océano un lugar adecuado para los seres vivos. Pero esto no deja de ser de pura especulación, aunque el descubrimiento de los géiseres sea una indicación de que existe cierta actividad hidrotermal en el fondo del océano. Las próximas misiones a Júpiter quizá resuelva el misterio, pero por ahora quedémonos con este curioso dato: en esencia, la estructura de Europa es similar a la de la Tierra pues tiene un núcleo de hierro, un manto rocoso y un océano de agua salada.
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